Capitulo Uno

    


     Me excitan los atardeceres. El sol desciende lentamente irradiando un reflejo tenue capaz de pintar con colores su sentimiento, desde el violeta de los hematomas hasta una extensa gama de rojos, recordando que la pasión se destiñe con el movimiento, con la rutina, y el final, sin importar la escala cromática, es siempre el mismo: la penetración en las entrañas del horizonte trayendo la noche inevitable, como si al día se le ocurriera cerrar sus ojos para disfrutar de un orgasmo extenso y contundente. A mi también, como al universo, me gusta cerrar los ojos y ponerle al sexo los rostros apropiados del deseo. No es desprecio, es la capacidad racional de aunar imaginación y realidad en pos de maximizar la intensidad sexual en instantes en los que el poder empírico del orgasmo es omnipotente -medio y fin al mismo tiempo- para recordar que estamos vivos, aunque esa certeza, probablemente, no ingrese dentro del ámbito del erotismo. Sin orgasmo en los alrededores, la cosa es muy distinta; pensar puede ser un vicio dañino, recordar, un desamparo inútil. Por ello, siempre me acompañan mis bolas chinas. Ellas, inquietas en mi interior, evitan que al momento de clausurar mis ojos verdes, al pasado se le ocurra enviar alguna escena ingrata; la mente inerte, despóticamente dominada por un vaivén melódico en mi vagina.
     Mucho tiempo pasó hasta encontrar algo naturalmente propio que en el silencio de la soledad evitara la monótona tarea de cuantificar las desdichas. Ahora estaba en paz conmigo misma, observando el crepúsculo desde la ventana del bar, cruzando y descruzando mis piernas para gozar autónomamente, deseando un nuevo whisky que era imposible pedir en ese estado de placer absoluto que carcomía el habla. Sólo después del orgasmo llegaría el whisky, y el orgasmo llegó como un trueno, y fue imposible silenciar el gemido desde la ventana del bar, cuando el sol irradió colores antes de introducirse en la profundidad del horizonte. Tirité de placer y sequé la transpiración en mis sienes producto de la actividad hormonal. A juzgar por los resultados, el gemido había servido para llamar la atención:
     -¿Te pasa algo, Camelia?- preguntó la señora Celeste Lavaroni, una de mis entrañables compañeras del curso de cerámica con las que comparto educadamente un rato en el bar luego de las clases.
     -¿Tenés fiebre? -se sumó Judith Albano, una cuarentona que probablemente había olvidado todo lo referente al sexo según los relatos minuciosos sobre su matrimonio, historias que tanto entusiasmaban a las demás que yo podía apreciar los atardeceres abstraída en mis bolas sin tener que dar explicaciones.
     -Estoy bien, sólo pensaba en cómo me gustaría que me echaran un polvo en los próximos veinte minutos –informé, para dejar en claro que seguía siendo la misma de siempre, con las mismas virtudes y los mismos objetivos. Me encanta ver sus caras cuando se debaten entre la verdad o la falacia de la certeza de que mi autonomía sin orgasmos sea tan corta como la expectativa de vida en Mozambique.
     La cara de Judith se coloreó vergonzosa. Llamó al camarero.
     -Un vaso de agua por favor.
    -Otro whisky -pedí yo, y las acaloradas esta vez fueron ellas.
    -¿Calor, no? -preguntó el camarero sin dejar de mirar mis muslos descubiertos que aún temblaban.
     -El efecto invernadero -le dije-, las temperaturas siguen subiendo pero al mundo no se le da por explotar.
     El camarero se retiró meditabundo a sus deberes, como si mis premoniciones hubiesen aumentado el carácter frágil de sus obligaciones, en tiempos donde el largo plazo está demasiado lejos para tejer expectativas.
     No soy pesimista, pero opté por dedicarme a la lujuria. El trabajo y la lucha es para los insatisfechos, nadie deja un polvo a medias para ir a hacer la revolución. En definitiva, una vive como quiere y lo importante es la tolerancia, aunque para algunos la vida siga siendo algo que pasa mientras se está ocupado haciendo otras cosas en teoría más importantes.
     Llegó la bebida y el apuro de mis compañeras. Una estaba obligada a esperar a su marido con la cena lista, la otra se negaba la posibilidad de enfrentarse, cara a cara, en un duelo verbal con alguien que, por no compartir su forma de vida, pudiera encontrar alegatos para acercarla a la mediocridad.
     -Nos vemos el jueves -las despedí, y bebí la copa observando los pechos desacatados de una jovencita que gesticulaba ornamentadamente frente a un fulano vestido a la moda. Me imaginaba escarbando en esa blusa impúdicamente y sus dedos por mi cuerpo, quemándome como un cigarrillo.     
     Llevé mis manos a la cabeza y di volumen a mis selváticos rizos castaños. El masaje de las yemas sobre el cuero cabelludo generaba sensuales escalofríos. Recorrí mi abdomen con mis manos y moví alternadamente las piernas para dar vitalidad a las bolas chinas. Necesitaba compañía, un cuerpo para exprimir. Analicé la lista de contactos de mi teléfono. Me sorprendí de la cantidad de ingratos que había conocido en los últimos tiempos, hipócritas condenados a su egocentrismo, seres deseosos de disfrutar del enredo corporal sólo cuando ellos lo dispusieran. No quería rogar, quería exigir. ¡Marcelito!, recordé, mi proletario del alma.
     Me gustan los proletarios, se deslumbran con nimiedades, como si el mundo se resumiera a dos metros de su nariz o a cuatro tandas publicitarias por hora. Una los monta en un BMW y generan testosterona suficiente para contentar a un toro. Sienten que la fortuna los ha galardonado con una oportunidad y se obligan a prolongar y agradecer su suerte con desempeños sublimes y extenuantes.
     Lo conocí en un partido de fútbol. Deseosa de nuevas experiencias, y enterada del contexto incivilizado y bestial de los estadios, un domingo compré una entrada. ¡Cuánta fraternidad entre el público! Me encantaron las avalanchas y los festejos. La gente se emociona tanto que pierde la razón. Por momentos, entre abrazos, sentía tantas manos por mi cuerpo que, en vez de intentar comprender la regla del fuera de juego, me imaginaba en medio de un harén con esa multitud sedienta de sobresaltos. El local ganó por tres goles y, mientras el estadio se vaciaba, encontré a Marcelo en el baño, sublimando la derrota de su equipo con su atributo al aire libre. Manteniendo el comportamiento gutural que la afición visitante había iniciado tras el segundo gol de los locales, el muchacho orinaba todo lo que podía sin perder su sonrisa infantil y, desde mi punto de vista, una imponente erótica de la violencia.
     -¡Este es el baño de hombres!- se quejó con cierto pudor, escondiendo el arma del crimen en el vaquero deshilachado.
     -No me gustan esas distinciones, aquí yo hago lo que quiero –lo interpelé-, para eso soy la esposa del delantero de equipo local.
     No pude evitar reír al ver la furia en sus ojos, la posibilidad de venganza, la inmovilidad de ese ser rústico que echaba a suerte su estado de ánimo en un campo con veintidós jugadores que probablemente lo desconocían. Me acerqué a él y, antes de abrir la puerta del cuartito del inodoro, le acaricié un hombro. Él seguía petrificado y con la bragueta baja. Lo observé, aún no cesaban mis carcajadas.
     -¿Te quedarás ahí, inmóvil como los defensores de tu mierda de equipo o vendrás a poner orden y empatar el partido?
     Se lanzó sobre mí con la misma torpeza con la que su goleador había desperdiciado dos mano a mano con el arquero. Buscaba hacer todo al mismo tiempo y se atolondraba, al punto que, cuando quiso bajarse los pantalones, trastabilló y quedó sentado en el inodoro. Si quería gozar, definitivamente, la faena debía quedar en mis manos. Me dejé desprestigiar y, cuando al fin hurgó en mis secretos, lo agarré del cuello y lo enfrenté con la mirada, intensa como un gol en el último minuto:
     -A mi esposo no le gustará que le cuente esto -reconocí.
     -¡¿Se lo dirás a tu marido?!
    -¿Qué problema tenés? ¿No me estás haciendo nada, no? Porque si me estás haciendo algo todavía no me di cuenta.
  Probablemente debí ser psicóloga de seres precarios, porque, si quería pasión, conseguí una hoguera de rencores. Me devastó hasta el aura.
     Nunca nos dimos más datos que los necesarios:
     -Trabajo en Transportes P, vendo los boletos –informó.
    Con eso alcanzaba para volverlo a encontrar. Volví a buscarlo un par de veces y se jugó su puesto laboral en el baño de damas y en el depósito de encomiendas. Una vez lo llevé a cenar, tres lo acerqué a su barrio, cerciorándome de no cometer el error de saber su dirección.
Miré la hora. Con cierta prisa podía estrenar tanga, arreglarme un poco y llegar a la estación de colectivos antes de que finalizara la jornada laboral de mi vendedor preferido. Pagué la cuenta, no dejé propina, y me fui. En la vereda, frente a la puerta del bar, un sujeto tocaba el violín. En el suelo yacía el estuche del instrumento; dentro, unas monedas indicaban que el sueldo del día era pobre como el mercado laboral. Metí la mano en mi bolsillo y simulé lanzar una moneda.
     -Magia- dije-, se esfumó en el aire.
     Sin dejar la melodía el músico masticó sus dientes. A los pocos metros me atormentó la conciencia, suele pasar. Volví.
     -El silencio no tiene potencial revolucionario- me quejé.
     Esta vez el músico habló:
     -Zorra.
     -Ahora sí.
     Hurgué en mi bolso y elegí un billete. Lo solté. Voló como una pluma hasta caer en el estuche. Subí al automóvil un tanto mareada. Me gusta conducir ebria y salir impune. Es una demostración de que no es criminal quien infringe la ley sino quien es declarado culpable. Me costó arrancar. No pude evitar dejar un espejo al salir del estacionamiento. Dos, confirmé, mi espejo y el del vecino. Tanto prestigio, mi BMW es tan endeble como los demás. Cuando todo llega de golpe el valor se esfuma como la capacidad de sorpresa al quinto encuentro sexual y las marcas registradas pierden la vitalidad de lo inalcanzable. Todo fue veloz en mi vida: de enamorada condescendientemente esclavizada a cornuda abandonada. De camarera voluble a esposa de escribano. Viejito cariñoso si los hubo, tanto me quiso que me dejó viuda a los dos meses. Una fortuna ganada por el sacramento y la obsesión de Ezequiel Varela de volver a mis brazos, considerando que, en última instancia, mi culminado matrimonio alcanzaba para olvidar sus engaños anteriores.
     Pero cuando la aurora refulgía y los corceles de la gloria galopaban entre los dígitos de mi cuenta corriente, llegó el desbarajuste hormonal. Que la tiroides, que si las glándulas, ¡hasta menopausia precoz previeron!, y yo sólo pedía que de alguna manera, mágica o medicinal, convencional o experimental, detuvieran mi gordura. En pocas semanas me había convertido en el cuerpo del desprecio, transportando la frustración bajo mi epidermis, rogando encontrar tallas populares en las grandes tiendas, siendo lapidada por las miradas que, sin centrarse en mi cara sino en el resto, mostraban el matiz opaco de la clemencia y la tranquilidad de apreciar pesares que no eran los propios. Comía la mitad, vomitaba el triple, pero ni la anorexia podía con un físico caricaturesco inflado como oso de peluche.
     Cómo eliminar el rencor contra una misma si la propia metamorfosis alcanzaba la capacidad inexpugnable de reformular las subjetividades ajenas. De modo que mientras mi ego caía en las profundidades del marasmo, la misericordia de los demás, tratándome con la discreción del miedo al contagio, desterrándome a la oscuridad de la miseria, recapitulando su amistad bajo parámetros puramente privados, como si la gordura inminente y constante fuera impedimento moral para la vida pública, me liberó al olvido y a nuevos desamores argumentados, con criterio y pruebas empíricas, en la levedad del ser. No desaparecieron los amigos, pero ya no eran las mismas personas y sus intenciones para conmigo se resumían a la compasión y la cobardía de evitar los temas recurrentes del pasado, slógans que diseñaban el ser a partir del tener descartando, por voluntad o vehemencia, la posibilidad de incorporar a mis propiedades la de una plusvalía de grasa alevosa, excesiva.
     Los amores demostraron ser meras vinculaciones carnales, cuerpos desesperados por la lujuria de una mujer que desconocía los recatos y las inhibiciones. Llegadas las tragedias, los halagos se convirtieron en excusas y las citas en ausencias tediosas desacelerando el paso del tiempo y perpetuando la desdicha de saberse flagelada, al mismo tiempo, desde el exterior más cercano y desde lo más profundo de las entrañas.
     Además de volver a irse, Ezequiel repitió los engaños. Social o particularmente mi estética me denigró, dando a mis triunfos pasados un cariz frágil y a los alrededores de mi ser un aroma de prisión ineludible, donde el conformismo era un complejo vitamínico para mantenerse nutrida y las miserias ajenas la algarabía de sentirse tan putrefacta como los demás, sin posibilidad de salir del malestar continuo caracterizado, en cada caso, por nombres, flagelos e intensidades diferentes.
     Cuando el dolor es constante y agudo, lo único verdaderamente importante es lo propio. Una amiga me trasladó a la clínica. Cuatro años tardó la ciencia en reorganizar mi metabolismo, setenta minutos necesitó el cirujano para lipoaspirar mi karma, aliviar las secuelas y redefinir mi existencia. Ante semejante pesadilla, una descubre que las subjetividades sobrepasan las esencias y el ser se convierte en un constructor redefinible y ambivalente. ¡Qué alegría el día que volví a ser persona! Si hasta era factible salir a la calle y, aunque no pasara inadvertida, ser foco de atención por mis glotones pechos pagados en tres cuotas y no por lo absurdo de mi aspecto seboso y poliforme.
     Transcurrió un buen ramillete de años, más de una década, y ahora puedo lograr que el olor a flores podridas se transmute continuamente en recuerdos perfumados. Desde aquellos días sólo busco el placer que me negó la gordura. No pido explicaciones, no comprometo mi palabra. Voy y vengo (si el desempeño así lo admite) entre gemidos que despejan mi pasado y me recuerdan que, detrás de la palabra y los juramentos se esconde una concepción estética implacable comprometiéndonos con las convenciones estipuladas. Hoy mi cuerpo me da placer, y esta obsesión se ha convertido en la rutina terapéutica que hermana y minimiza nuestras diferencias pasadas, nuestros intereses antagónicos, nuestra autonomía imprevista e irremediable.



     Capítulo Dos

     Me acerqué a la garita donde, de doce a tres y de cuatro a diez, mi adorable Marcelito desperdiciaba la vida sentado tras una vitrina con un agujero semicircular en la parte inferior. Una chica morena y uniformada atendía al público.

      -Marcelo no vino hoy a trabajar, su hijito está enfermo.

Siempre supe que los hijos sólo sirven para generar problemas; por suerte mi anatomía, además de obesa, me dejó inmune a los embarazos.

     El día no iba bien y la impaciencia me trastocaba los nervios. Whisky -me dije- necesito otro whisky. Recorrí todo el pasillo hasta llegar al bar. Caminaba con la desazón de quien ha visto truncadas sus expectativas por terceros, desconocidos, descartables y sin embargo capaces de arruinar un itinerario prefijado. Buscaba niños que maldecir con la mirada, aunque el interior iba mucho más allá, mucho más rápido, incluyendo la violencia, o el asesinato, entre los finales posibles.
       -Whisky –pedí-, solo, doble –agregué y el desgano encontró mis codos a punto de hundirse en la barra, mis dedos rascando la cabeza o arrancando cabello, como si la pelambre fuera un impedimento para salir de aquel pozo solitario, para organizar un nuevo plan, para evadir la soledad y hundirme en carne humana, aullando y arañando desenfrenos, ambos que no me generaban mis bolas chinas.
     Llegó la bebida y al camarero poco le importó mi desamparo. Dejó un platito de plástico con el ticket y giró rotundamente para seguir corriendo por otros pedidos de sus clientes. Aboné y busqué una mesa. Me acerqué al ventanal mientras dos colectivos llegaban a destino. Me senté en una mesa donde había un diario con poca salud para ser del día. No miré la fecha, por las dudas. Si los periódicos son una muestra cabal y argumentada del desprestigio de la condición humana, este sumaba la semiótica casualidad de estar rayado con tinta roja en todas las páginas. Busqué el horóscopo, encontré la sección de contactos. Soy así de inconstante y sorpresiva. Comparé la cantidad de anuncios homosexuales con los de heterosexuales: similar, la realidad puede ser un gran escondite para la verdad. Me sorprendí de la intensidad de los textos, pero más aún por no haber utilizado aún este impactante instrumento para generarme placer. Analicé las personalidades lingüísticamente connotadas en un texto de cuatro líneas. ¿Cómo me anunciaría yo? Seguramente, sin vueltas, algo así como «lindas piernas, abren de 8 a 8 y de lunes a viernes». Hubo uno que me desgarró el alma por la efusividad de su lamento: se declaraba solo, rogaba desconsolado el auxilio de la compañía. No pedía edad, no sugería ni prefería nada más allá de la presencia. Agendé el teléfono, un móvil. Al finalizar el whisky se me había antojado llamar tanto como fornicar en los próximos instantes. Podía ser peligroso, pero la entrega a la desconfianza permanente, sea en el prójimo, sea en el futuro, es una condena a nuestra soberanía, necesitada de los demás para poder expresarse. Vivir con miedo es permanecer inmóvil por mucho que queramos autoconsolarnos dentro de murallas privadas. Volví a leer el anuncio. Sólo pensar en el arrojo de ese ser que pedía cura a su corazón destrozado me generaba un sentimiento de importancia magistral. La eficacia lubricante me dilataba hasta los intestinos. Muchas eran las preguntas que surgían, pero la primera respuesta era escuchar el tono de esa voz martirizada. No iba a cometer la ingenuidad de llamar desde mi teléfono, por lo que abandoné el bar con la urgencia de la pasión y busqué un teléfono público en la vereda.
     -¿En el Hospital?- me sorprendí como me había sorprendido de la modulación tranquila, del tinte comprensivo y cariñoso del habla, los vergonzosos silencios ante mis carnales expectativas: -¿Y cómo te encuentro, bebé? ¿Pregunto por el cirujano? Habitación 202, perfecto. Gregorio. ¡Me encanta! Salgo para allá, las bolas chinas se me están derritiendo -le advertí y me despedí con una carcajada.
     Nunca tuve sexo en un hospital, la propuesta me parecía una locura grandísima. Verdaderamente no sabía a qué atenerme, pero, o uno se atreve a enfrentar la locura, o la vida se resume a una portada y una solapa sintéticamente resumida por alguien con cargo institucional. O ahondamos en la trama o dejamos que nos cuenten, aunque más no sea lo que eligen contarnos. Lo peor que le puede pasar a un ser humano es la muerte y la muerte no es lo ingrato, es lo inevitable. Vivir con miedo a la muerte es desolarse ante la invariabilidad del resultado.

     Atrevida como nunca, preferí caminar la noche, a los tumbos, zigzagueando, oxigenando mi lengua adormecida por una cantidad de alcohol suficiente para alterar mi esqueleto. Serían las nueve, no más. El hospital estaba cerca, a unos quinientos metros si cortaba camino por el parque. Doblé a la izquierda, dejando atrás el sendero de faroles de la avenida. El parque estaba oscuro, aunque las luces de la fuente brillaban, diminutas y tenues, en el centro, rodeadas de una arboleda pavorosamente frondosa. Si le temiera a la oscuridad, le temería mi mente. No dudé en adentrarme por un sendero de tierra con bancos metálicos simétricamente separados.

     Imaginaba caras posibles, edades óptimas, signos zodiacales para el hombre que me esperaba… ¿Desnudo, vestido, impecable, bañado, absorbido por una necesidad apremiante de apropiarse de un cuerpo ajeno? ¿Le gustaré? ¿Será esta mujer redecorada quirúrgicamente cuyos rizos voluminosos han sido domados con sendos accesorios elásticos, con labios amplios, proporciones contundentes, portadora de un vestido bermellón cuya mayor sensualidad radica en que tiene la obligación cívica de cubrir, con acotada longitud, cantidades elegidas de un catálogo de siliconas, apreciada por el colega que la espera, según compromiso verbal y telefónico, que nunca tiene valor jurídico para iniciar reproches o quejas, en la habitación 202 del nosocomio? Continuaron las interpelaciones, dando al paisaje la inconsistencia propia de lo arbitrario, al punto de ser imposible su descripción, hasta que repentinamente, racional o paranoica, sentí que me observaban. Me exalté y giré mi cuerpo. Sólo penumbras. Retomé el paso y volví a detenerme bruscamente. Nada, sólo el silencio y la arquitectónica compañía de balcones desamparados y un parque por el que había circulado pintando imaginariamente la anatomía del futuro próximo. Observé alrededor y deseé llegar cuanto antes, doblar a la esquina y encontrar el vítreo edificio del Hospital.

     Dos ambulancias estaban estacionadas frente a la escalinata de mármol opaco escoltada por rampas de goma negra. Por una de ellas subí yo. Dudé si recurrir a Información o pasar directamente, pero el custodio evitó acentuar mi titubeo:

     -¿Puedo ayudarla, señora?

     -Habitación 202.

     -Es por aquel ascensor.
     -Gracias.

     -¿Su nombre?

     Preguntaba por seguridad, ya había vencido la hora de la visita. No era sitio para imponer mi nombre florido, Camelia, y dar al encuentro un tinte necrológico.

     -Inma -dije-. Inmaculada Díaz Allegretti -repetí y acentué lo de Inmaculada, como si hubiera en él una fuerza redentora, la obligación sexual de recomponer los trozos de un corazón hecho añicos sin cura médica.

     La mujer presa del vicio carnal no se detiene a analizar el alcance destructivo que podría tener su atrevimiento si sus deseos fueran más allá de un coito pasajero. Lo cierto es que yo, Camelia o Inmaculada, entré en la 202 lubricada de antemano, como un guiso precocido.

     Él estaba sentado en la cama, fingiendo una apostura que ya no tenía, la última entereza que busca la revancha, la venganza como plato final.

     -¿Sos Gregorio? –dije-, pensé que eras el cirujano de guardia.

     -Te estaba esperando –contestó, sin ningún tono especial.

     -De veras pensé...

     -Si fuese médico me abriría las tripas para quitarme el puto tumor.

     -Pobrecito, tiene la tripa intoxicada. ¿Te hago mimitos a ver si te curo?

     Gregorio mostró un rictus incrédulo, sospechando que yo quería saltarme el guión, destruirlo en pedazos.

     -Voy a morirme –murmuró.

     -Como todos, bebé. Como todos- contesté, acercándome.

    Sonreí porque él me miraba esperando una respuesta original. Siempre hay quien está peor que uno, nuestra tristeza puede ser, si la comparamos bien, un pequeño contento.

      -Ya tengo fecha... -insistió.

      -¡Qué envidia! Me llamo Inma, Inmaculada.

     -¿Por qué me llamaste? -dijo, observándome de arriba abajo, pensando tal vez que era mucho mejor de lo que podía esperar, más de lo que su anuncio merecía. Por un momento sonó desconfiado.

     -Vení y adivinalo -contesté, trepándome a la cama. Mis pechos necesitaban masajes.

     -Te dije que me estoy muriendo -se inquietó Gregorio, con la desolación de quien ve trastocadas sus suposiciones-. ¿No te importa mi sufrimiento?
   -Me gusta jugar a los personajes, pero no vine a deprimirme.

     Mi efusividad lo desconcertó. El plan trazado más con las tripas que con la cabeza, a este plan, como a otros tantos, le podía fallar lo imprevisto, lo otro, el artefacto animado y necesario para la consumación, que tiene vida –lo sentía bajo mi cuerpo- y que replicaba como ningún libreto previó.

     -¿Te quedarás toda la noche? -preguntó, con la cabeza y con las tripas.

     -¡Mi amor! ¿Tanto aguantarás?

    Yo sonrío porque él se desconcierta y evita mirarme. Enseguida, bajando la cabeza, intentó quitarse la duda que comenzaba a dislocarlo:

    -¿Sos una puta?

    Ah, con que esas. En el anuncio no figuraban preferencias. Clavé la punta de mis dedos en su muslo y los moví como marcando un espiral, hacia la ingle.

     -No, está bien, igual –se apresuró, y transformé el ataque en una caricia. Veneno. Pero él permanecía en un estado hipnótico.
     -¿Qué pasa, no te excito?

     -Se me fueron las ganas -mintió.

     -No te preocupés, yo...

    -No quiero sexo –dijo, y sentí que me estaba haciendo tragar un cubo de hielo. Ya sabía, Gregorio trataba de recuperar la vieja trama, la venganza, tan antigua como Altamira. Exploté, a medias, todavía no estaba todo perdido.

     -¡Cómo que no quiero sexo! ¿Qué pasa? ¿Te esperabas una quinceañera con cuerpo impecable y exenta de celulitis? Pues no, pimpollo, esas no llaman por teléfono. Esto es lo que hay y no me apetece que me acomplejen.

     Me incorporé de la cama y el colchón se onduló. Gregorio, agitándose, quedó sentado como un niño que despierta de una pesadilla.

     -No dije que fueras fea.

     -No es necesario decirlo, imbécil. Se huele, ¿cómo no vas a tener el corazón destrozado si te falta el tacto? ¿Alguna vez hiciste gozar a una mujer?

     -Parece que olvidás... -dijo Gregorio, acorralado.

   Ahora yo caminaba alrededor de la cama, como acechándolo.

     -Todos tenemos la vida hecha mierda.

     -Yo soy el que se muere.

     -Y yo la que quiere morir.

    -¿Querés morir? –Gregorio se envalentonó. Pareció que sería más fácil, a partir de allí. Repitió:- ¿Querés morir? Vas a morir.

     Se agachó, alargó el brazo y sacó una pistola de gran cañón de bajo la almohada. La empuñó con una mano algo temblorosa y apuntó. Me quedé en el sitio, él se levantó para rodear la cama y acercar el arma a mi cuerpo. El mundo al revés. No me callé:

     -Encontraste a la presa ideal, eh. ¡Dale, dispará! Dispará si tenés agallas.

    -Lo digo en serio –dijo y estaba serio. Y yo estaba todo lo loca que debía estar para quedarme parada ahí y no salir corriendo. Tal vez no soportaba la idea de terminar el día con otra frustración.

    -Si seguís despreciándome, no será el cáncer el que te mate. ¡Querías una mujer, tenés una mujer! Ya soporté demasiadas quejas en mi vida, demasiados conflictos conmigo misma como para dejar que un bastardo me injurie.

    -No hablés de sufrimiento. Sos una mujer, una más. Las mujeres no sufren, las mujeres son putas: ponés un anuncio en el periódico y te llaman para coger. No tienen corazón, no les importan los sentimientos, nunca les importó nada de eso.

   Gregorio acercó la pistola a mis pechos, haciéndome caminar hacia la ventana. Retrocedí. No sentí pánico sino una excitación aún inexplorada, me dejé llevar sin ofrecer resistencia. Íntimamente presentí que empezaba a atardecer, aunque sabía que eran las nueve de la noche. Y creo haber mencionado ya lo que me provoca el atardecer.

     -Me encanta tu rencor, ¿por qué no nos conocimos antes?

     -¡No te rías de mí!

     -¿Por qué pensás que me meto con vos? ¿Qué te pasa? ¿No das la oportunidad de que alguien te desee?

     -Nadie desea a un muerto.

     -Bueno, yo me casé con uno.
   No contestó. Continuaba mirándome y apuntándome. ¿Cómo seguía esto? Me indigné, la escena parecía irreal, ridícula: un tipo en camisón, flacucho, débil, casi cadáver, amenazando con un arma a una mujer como yo. Miré la pistola entre mis senos. Ya dije que en mi interior avanzaba un atardecer y cómo suele terminar. Entonces recordé que era una sobreviviente. Me invadió una especie de demencia, supongo, porque lo que siguió sería inexplicable de otra manera.

    -¡Necesitás un buen polvo! –le grité-. ¿Buscás que te violen? ¿Alguna vez abusaron de vos, infeliz?

     Y dicho eso, tomé la pistola por el cañón y la saqué de allí, entre otras razones para salvar las valiosas siliconas y me arrojé sobre él, con la otra mano en su entrepierna. Gregorio se tambaleó y el arma se disparó. La bengala salió milagrosamente por la ventana. El estúpido ni había tenido la viveza de comprar una de verdad.

     ¡BANG!

     Él miró el arma pensando que debería haber desconfiado de aquel tipo que se dijo su amigo y tenía tanta prisa por vendérsela. Me dio un ataque de risa pero no solté sus testículos, el cazador que agarra su presa y huele la sangre ya no puede dar marcha atrás. Lo besé, a los diez segundos parecíamos otros. Dejé de reír porque él continuaba sorprendido y la humillación es enemiga íntima de la testosterona. Lo conduje a la cama. Para mí transcurrió el segundo atardecer del día. Para él, el último, de su vida.